La novia tuvo que ir el día anterior a que le ajustaran el talle. No había sido la primera vez: desde que comenzaron los preparativos había perdido tres centímetros de cintura. ¡Tantas dietas previas para perder un kilo y ganar dos!. Y resulta que ahora, comiendo más que nunca porque su madre veía que se quedaba sin hija, se daba cuenta que de seguir así le iba a sobrar a la modista la cuarta parte de tela. ¿Por qué?
Incluso esa pregunta que le asaltaba tantas veces porque su mente lógica hasta entonces no quería aceptar el que algo tan sencillo como abandonar la soltería y vivir con quien deseaba hacerlo supusiera tantos quebraderos innecesarios, le provocaba desazón y dudas.
¿Sería que algo interno le estaba avisando que estaba dando un paso del que podría arrepentirse?. La respuesta era siempre ¡NO!. Pero entonces...
Llegó el gran día. Una jornada que podría resultar gloriosa o, por una simple nimiedad, convertirse en todo lo contrario. ¡Por favor que no me lo estropeen! ¡Quiero ser feliz y disfrutar como nunca de ese día en que voy a ser la reina! Y esto no por el hecho de ser egoísta y desear algo sublime para ella sola. No, no era esa la razón. Era el que ya había visto en más de una ocasión, en uno de esos momentos en que se quiere justificar un acto haciéndolo perfecto, a una mujer muy parecida a ella recibiendo el Sí de alguien que ya sabía que le quería y le deseaba pero oírselo decir delante de todos, mirándole a los ojos; la misma mujer que con el brazo del ramo como escudo recibe los vítores y balazos de granos de arroz que se meten hasta la raíz de cada cabello ensortijado. Siempre con la sonrisa puesta porque no puede dejar de sonreír no vaya a ser que las “bienintencionadas” agoreras vean ya en un segundo falto de sonrisa el principio de una boda más al borde del fracaso.
Todo salió perfecto. Menos mal. Nadie le exigió quitarse las bragas, ni sacar las que llevaba escondidas sujetas a la liga. Miguel su pareja tampoco tuvo que desprenderse de la corbata. Quienes les querían (casi todos) miraron arrobados cómo la pareja bailaba el vals mirándose a los ojos y prometiéndose, quizá, felicidad eterna con frases susurradas al oído. Los invitados se comieron y se bebieron todo lo que los menús contratados a precio de oro les ofrecía. Disfrutaron y agradecieron con muestras de cariño y buenos deseos el perfecto día que ellos estaban pasando.
No hubo botes atados en el tuvo de escape del coche en que se fueron los novios. La salida pasó desapercibida porque ellos querían que la fiesta continuase al mismo tiempo que ellos se iban a disfrutar de la suya, aquella con la que habían soñado durante tanto tiempo. Pero... ¡Por fin, solos y con la preocupación tan temida ya casi olvidada!
Ahora les tocaba comenzar a dar los pasos en la tarea más difícil: la de construir un nido en el que cupieran los disfrutes y cuyas paredes soportaran la dureza de la discusión que la cruda realidad de la convivencia seguro les deparaba.
Cuando pasaran los descorches, las risas, las canciones y comenzaran las retiradas las despedidas hasta la siguiente, los consuegros tendrían que echar cuentas delante de la sonrisa agradecida del dueño del local. Pero eso era otra historia.
Eduardo Fernández
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