Sunday, February 25, 2007

EDUARDO Y LOS ANIMALES DE COMPAÑIA


- ¡No sé qué haría sin ella!

Lo dijo mirando a los ojos (que sólo ella comprendía) de una perrita inquieta hambrienta de caricias. Incluso de las mías, que hace un momento le había apartado sin demasiados miramientos ( no me gustan los perritos juguete peludos y de mentira).

Cuando decía esas palabras, las lágrimas aparecieron en sus ojos reflejando el mismo sentimiento que cuando me habó de lo mucho que quería y del montón de vida pasada con una persona muy cercana a mí.

No sé si actuaría así porque la soledad puede hacer los días muy largos y se aprecia hasta la exageración cualquier acontecimiento que rompa la dureza y la frialdad del silencio. Lo digo porque, mientras hablaba conmigo, la televisión estuvo encendida y fogonazos de alegría-espectáculo o el morbo de noticias escalofriantes deberían haber llamado su atención. Pero sólo tenía ojos y oídos para mirar y oír cosas reales, para sentir emociones, sensaciones de carne y hueso.

Entre aquella persona y su mascota había tanta complicidad, tal grado de necesidades por compartir y tantas caricias que disfrutar que me hizo comprender otra frase llamativa (muy oída, pero poco entendida, creo) que muy sería pronunció mirándome con los ojos acuosos. Dijo : “el perro es el mejor amigo del hombre”. Me lo soltó a mí, sin importarle el que yo pudiera entender que creía más en la nobleza de un animal que en la mía. No lo hizo para que yo me sintiera así; pero yo entendí que, por lo menos en mi caso, estaba segura que algún día podría fallarle porque sabe que soy egoísta. Un comportamiento que nunca lo había observado en un animal.

Cuando me fui, el que me agarrara el brazo y lo oprimiera me demostró que me apreciaba. Mi mirada de agradecimiento seguro que fue entendida. Pero yo desaparecí cuando volvió la puerta. Allí, en cambio, a sus pies remoloneaba la perrita.

Ahora me arrepiento del leve empujón que le di. Ella sólo quería contacto y ofrecía calor. Yo sentí malestar. Soy humano. Ella, no.
Eduardo Fernández

Monday, February 19, 2007

Eduardo y los "mayores"

Manos sarmentosas sujetando los cayados que les habían ayudado a subir la cuesta hasta el roble de raíces nervudas.
Era uno de esos días de otoño en que el sol gusta porque calienta y adormece. Desde su atalaya, protegidos del viento del norte por el resto de la ladera y una tapia que ya no tenía otra función que soportar sus cansadas espaldas, los ancianos miraban, cual generales oteando el devenir de las maniobras de su ejército, los trabajos de sus convecinos mas jóvenes. No estaban todos; ya hace unas semanas que el tío Pepe se quedaba en el umbral de su casa porque las piernas no le respondían. ¡Los años! ¡ La vida!.
Allí hablaban de todo. Fundamentalmente, del pasado que ya nunca vivirían. Pero la nostalgia no les entristecía. Miraban atrás satisfechos del duro trabajo que tuvieron que soportar para sacar el máximo a unas tierras y un ganado que les proporcionaron vida y salud. También, a veces, muchas, quizá se oía el silencio entre el murmullo de las ramas mecidas por la brisa o azotadas por el viento. Ellos decían que cavilaban. Algunos se sonaban los mocos para disimular unas lágrimas. Otros se bajaban la boina a pesar de que el sol les daba en la espalda, porque la mirada podría traicionarles.
Presumían de no haber salido apenas del pueblo. Todos deseaban acabar ahí sus días. Dejar de subir la cuesta, esperar en el umbral el fin y descansar envueltos en la tierra pariente de la que trabajaron y a veces consideraron diosa. Preferían eso que salir para no volver y acabar los días en una residencia de ancianos abierta hace poco. Cuando hablaban de ello, no solían censurar a los hijos que tomaban esa medida porque casi todos los casos en que lo habían hecho fue debido a fuerza mayor, cuando ya necesitaron cuidados que ellos no podrían satisfacer. Además, a pesar de todo, el llevar boina y parecer de antaño no les impedía ver que los tiempos van cambiando. Que la vida que a ellos se les iba también se llevaba las costumbres y forma de vida en que pasaron su mocedad.

De una semilla brotó la espiga.
Papilla de agua y tierra y el sol le dieron vida.
Bastantes días su tallo suave fue acunado por brisas primaverales.
El calor amarilleó su porte y endureció su cabeza.
Granos que daban vida justo cuando la suya acababa.
Ese era su sino.
Así es la vida.