Manos sarmentosas sujetando los cayados que les habían ayudado a subir la cuesta hasta el roble de raíces nervudas.
Era uno de esos días de otoño en que el sol gusta porque calienta y adormece. Desde su atalaya, protegidos del viento del norte por el resto de la ladera y una tapia que ya no tenía otra función que soportar sus cansadas espaldas, los ancianos miraban, cual generales oteando el devenir de las maniobras de su ejército, los trabajos de sus convecinos mas jóvenes. No estaban todos; ya hace unas semanas que el tío Pepe se quedaba en el umbral de su casa porque las piernas no le respondían. ¡Los años! ¡ La vida!.
Allí hablaban de todo. Fundamentalmente, del pasado que ya nunca vivirían. Pero la nostalgia no les entristecía. Miraban atrás satisfechos del duro trabajo que tuvieron que soportar para sacar el máximo a unas tierras y un ganado que les proporcionaron vida y salud. También, a veces, muchas, quizá se oía el silencio entre el murmullo de las ramas mecidas por la brisa o azotadas por el viento. Ellos decían que cavilaban. Algunos se sonaban los mocos para disimular unas lágrimas. Otros se bajaban la boina a pesar de que el sol les daba en la espalda, porque la mirada podría traicionarles.
Presumían de no haber salido apenas del pueblo. Todos deseaban acabar ahí sus días. Dejar de subir la cuesta, esperar en el umbral el fin y descansar envueltos en la tierra pariente de la que trabajaron y a veces consideraron diosa. Preferían eso que salir para no volver y acabar los días en una residencia de ancianos abierta hace poco. Cuando hablaban de ello, no solían censurar a los hijos que tomaban esa medida porque casi todos los casos en que lo habían hecho fue debido a fuerza mayor, cuando ya necesitaron cuidados que ellos no podrían satisfacer. Además, a pesar de todo, el llevar boina y parecer de antaño no les impedía ver que los tiempos van cambiando. Que la vida que a ellos se les iba también se llevaba las costumbres y forma de vida en que pasaron su mocedad.
De una semilla brotó la espiga.
Papilla de agua y tierra y el sol le dieron vida.
Bastantes días su tallo suave fue acunado por brisas primaverales.
El calor amarilleó su porte y endureció su cabeza.
Granos que daban vida justo cuando la suya acababa.
Ese era su sino.
Así es la vida.
Era uno de esos días de otoño en que el sol gusta porque calienta y adormece. Desde su atalaya, protegidos del viento del norte por el resto de la ladera y una tapia que ya no tenía otra función que soportar sus cansadas espaldas, los ancianos miraban, cual generales oteando el devenir de las maniobras de su ejército, los trabajos de sus convecinos mas jóvenes. No estaban todos; ya hace unas semanas que el tío Pepe se quedaba en el umbral de su casa porque las piernas no le respondían. ¡Los años! ¡ La vida!.
Allí hablaban de todo. Fundamentalmente, del pasado que ya nunca vivirían. Pero la nostalgia no les entristecía. Miraban atrás satisfechos del duro trabajo que tuvieron que soportar para sacar el máximo a unas tierras y un ganado que les proporcionaron vida y salud. También, a veces, muchas, quizá se oía el silencio entre el murmullo de las ramas mecidas por la brisa o azotadas por el viento. Ellos decían que cavilaban. Algunos se sonaban los mocos para disimular unas lágrimas. Otros se bajaban la boina a pesar de que el sol les daba en la espalda, porque la mirada podría traicionarles.
Presumían de no haber salido apenas del pueblo. Todos deseaban acabar ahí sus días. Dejar de subir la cuesta, esperar en el umbral el fin y descansar envueltos en la tierra pariente de la que trabajaron y a veces consideraron diosa. Preferían eso que salir para no volver y acabar los días en una residencia de ancianos abierta hace poco. Cuando hablaban de ello, no solían censurar a los hijos que tomaban esa medida porque casi todos los casos en que lo habían hecho fue debido a fuerza mayor, cuando ya necesitaron cuidados que ellos no podrían satisfacer. Además, a pesar de todo, el llevar boina y parecer de antaño no les impedía ver que los tiempos van cambiando. Que la vida que a ellos se les iba también se llevaba las costumbres y forma de vida en que pasaron su mocedad.
De una semilla brotó la espiga.
Papilla de agua y tierra y el sol le dieron vida.
Bastantes días su tallo suave fue acunado por brisas primaverales.
El calor amarilleó su porte y endureció su cabeza.
Granos que daban vida justo cuando la suya acababa.
Ese era su sino.
Así es la vida.
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