Tuesday, March 27, 2007

EDUARDO Y LA SINIESTRALIDAD LABORAL

Un cuerpo lleno de vida y portador de la ilusión de trabajar sin descanso para poder estar cerca de los suyos yacía destrozado porque los tablones mal sujetos de un andamio colocado con prisas le habían segado las fuerzas y, de paso, había dejado sin futuro a quienes esperaban con ansia esos euros que desde tan lejos alguien tan cercano les enviaba.
Una persona de esas que no rechazan trabajar donde sea y como sea con tal de reunir un dinero del cual dependen tantos futuros, un buen día preguntó por trabajo y fue feliz cuando le dijeron sí. Aún sonrió más cuando le ofrecieron trabajar más tiempo a cambio de hacer más corta la espera de quienes querían abrazarle y mirar de cerca la prosperidad (aunque fuera de otros) para rebañarle unas migajas. Casi tocó el cuerpo de su mujer y acarició los rizos de sus hijos cuando oyó que si consentía en ocupar los lugares que otros rechazaban tendría una prima. A todo dijo sí porque estaba acostumbrado a decirlo siempre y muchas veces a cambio de casi nada. Agradecía inmensamente el poder disfrutar de horas de trabajo pagado a precio de oro en relación con lo que le ofrecían en su país. Sonreía con cada euro robado al precio del transporte cuando conseguía trabajar cerca de ese piso compartido, sin tener en cuenta el hacinamiento ni la falta de intimidad, con otros seres dispuestos a sentir en sus carnes la explotación con tal de construir un futuro a sus familias.
En su cuerpo habían hilvanado un arnés que debiera haber servido para garantizar su seguridad. Se reafirmaron las partes dañadas del andamio al mismo tiempo que retiraban los restos de tablón carcomido. El arnés no presentaba la menor muestra de uso y el gorro caído al lado cual montera sólo presentaba las manchas mínimas par justificar su uso. Los compañeros, que habían visto cómo se caía porque tuvo que estirarse para alcanzar a colocar unos ladrillos alejados del final del andamio, ya sabían que debían callar. En este turno sólo tenía todo en regla un capataz ( uno más de ellos que ya había conseguido la confianza de los contratadores y dadores de ese dinero tan imprescindible). En ese turno donde precisamente se hacían a veces las tareas más ingratas ya habían aprendido que su futuro dependía de decir que sí y negar cualquier irregularidad en las visitas de los inspectores que ....
Pero eso ya que importaba. Alguien había perdido la vida, su único patrimonio. Se lo había arrebatado una sociedad que sabe aún explotar cuando, aparentemente, se cumplen todas las normas. La vida, que con tanta fuerza se defendía cuando alguien pretendía abortar porque había sido violada, o ... no tenía la misma importancia si era la de alguien a quien se le hacía un favor dándole unas migajas.
Eso pasa en la bien llamada sociedad del bienestar. ¿De quién

EDUARDO FERNÁNDEZ

Monday, March 12, 2007

Eduardo y las bodas


La novia tuvo que ir el día anterior a que le ajustaran el talle. No había sido la primera vez: desde que comenzaron los preparativos había perdido tres centímetros de cintura. ¡Tantas dietas previas para perder un kilo y ganar dos!. Y resulta que ahora, comiendo más que nunca porque su madre veía que se quedaba sin hija, se daba cuenta que de seguir así le iba a sobrar a la modista la cuarta parte de tela. ¿Por qué?

Incluso esa pregunta que le asaltaba tantas veces porque su mente lógica hasta entonces no quería aceptar el que algo tan sencillo como abandonar la soltería y vivir con quien deseaba hacerlo supusiera tantos quebraderos innecesarios, le provocaba desazón y dudas.

¿Sería que algo interno le estaba avisando que estaba dando un paso del que podría arrepentirse?. La respuesta era siempre ¡NO!. Pero entonces...

Llegó el gran día. Una jornada que podría resultar gloriosa o, por una simple nimiedad, convertirse en todo lo contrario. ¡Por favor que no me lo estropeen! ¡Quiero ser feliz y disfrutar como nunca de ese día en que voy a ser la reina! Y esto no por el hecho de ser egoísta y desear algo sublime para ella sola. No, no era esa la razón. Era el que ya había visto en más de una ocasión, en uno de esos momentos en que se quiere justificar un acto haciéndolo perfecto, a una mujer muy parecida a ella recibiendo el Sí de alguien que ya sabía que le quería y le deseaba pero oírselo decir delante de todos, mirándole a los ojos; la misma mujer que con el brazo del ramo como escudo recibe los vítores y balazos de granos de arroz que se meten hasta la raíz de cada cabello ensortijado. Siempre con la sonrisa puesta porque no puede dejar de sonreír no vaya a ser que las “bienintencionadas” agoreras vean ya en un segundo falto de sonrisa el principio de una boda más al borde del fracaso.

Todo salió perfecto. Menos mal. Nadie le exigió quitarse las bragas, ni sacar las que llevaba escondidas sujetas a la liga. Miguel su pareja tampoco tuvo que desprenderse de la corbata. Quienes les querían (casi todos) miraron arrobados cómo la pareja bailaba el vals mirándose a los ojos y prometiéndose, quizá, felicidad eterna con frases susurradas al oído. Los invitados se comieron y se bebieron todo lo que los menús contratados a precio de oro les ofrecía. Disfrutaron y agradecieron con muestras de cariño y buenos deseos el perfecto día que ellos estaban pasando.

No hubo botes atados en el tuvo de escape del coche en que se fueron los novios. La salida pasó desapercibida porque ellos querían que la fiesta continuase al mismo tiempo que ellos se iban a disfrutar de la suya, aquella con la que habían soñado durante tanto tiempo. Pero... ¡Por fin, solos y con la preocupación tan temida ya casi olvidada!

Ahora les tocaba comenzar a dar los pasos en la tarea más difícil: la de construir un nido en el que cupieran los disfrutes y cuyas paredes soportaran la dureza de la discusión que la cruda realidad de la convivencia seguro les deparaba.

Cuando pasaran los descorches, las risas, las canciones y comenzaran las retiradas las despedidas hasta la siguiente, los consuegros tendrían que echar cuentas delante de la sonrisa agradecida del dueño del local. Pero eso era otra historia.
Eduardo Fernández