Monday, January 29, 2007

Eduardo y la ley antitabaco


Sabía que no debía fumar. Cada vez que encendía un cigarrillo se preguntaba por qué lo hacía y cuando lo apagaba en un cenicero colmado la mala conciencia lo acusaba de su poca fuerza de voluntad.

Tenía treinta y pocos años y quería disfrutar también de esos pequeños placeres que le hacían la vida más grata. ¡Fumar! ¡Beber! ¡Amar!.

El amor no tenía contraindicaciones pero le era esquivo. Beber le hacía perder el pudor, sonreír más y ver su imagen feliz en la complicidad de quien tenía enfrente. Fumaba desde que se lo prohibieran de adolescente. Le hizo toser, incluso sentirse mal, pero esos efectos secundarios fueron desapareciendo y, al absorber esas sustancias que crean adicción añadidas quizá para que el negocio floreciera, le fueron haciendo dependiente de su consumo.

Pensaba que todos los placeres crean la dependencia de su disfrute. Había amado y gozó de la posesión de quien fue objeto de su deseo; y le tocó sufrir cuando el sentimiento cesó. Sabía deleitarse saboreando ciertos licores que le endulzaran la vida y cuando tuvo que privarse de ellos los echó en falta, envidiando a quién veía que aún podía regodearse en su aroma. Había aprendido a fumar imitando los ademanes de los héroes y heroínas de películas que envolvían en nubes de humo incluso escenas románticas; la acción, el póquer, las mejores miradas todo en medio de un halo gris provocado por chimeneas de puros sempiternos.

Se preguntaba por qué no existen leyes que regulen el amor. Dejan que este siga sus avatares provocando felicidad o desilusión. No tienen en cuenta que estas sensaciones tienen, a veces, mucha relación con el alcohol, al que nos lleva tanto la euforia como la tristeza.

No entendía por qué sí se debe controlar, erradicar el consumo de tabaco. Fumar había pasado de ser un placer a convertirse en un vicio casi perseguido. ¡El fumar mata, acorta la vida, la hace de menor calidad! En los estancos se advierte que es dañino, pero se sigue vendiendo. Se planteaba si esa prohibición no coartaba su libertad y, ante la respuesta de que su libertad de consumo podía ir en contra de los derechos de otros, tan importantes como los suyos, se respondía si gozamos del privilegio de ser libres.

¡Sí porque podemos amar, beber ... ¡ Sí porque podemos hacer cualquier cosa que no tenga contraindicaciones, ni dañe a otros! ¡Gracias ley por buscar mi beneficio, sin perjudicar demasiado la rentabilidad de un negocio del que no participo!

No obstante, seguía prometiendo que sería su última calada. Aunque, mientras, se preguntaba cuánto tiempo le quedaba para prometer también que un trago sería el último y que el acto de amar realizado debía recordarlo como la manifestación del placer más grato ya que, a partir de un día quizá no muy lejano, alguien podría descubrir que también era inevitable la regulación de amar. ¡Adiós, deseo!

Eduardo Fernández